martes, 10 de febrero de 2015

Lectura necesaria: Seguir cavando por Américo Martín.

Tanto hablar de conspiraciones, magnicidios y toda esa jerigonza incomprensible que asalta la lógica y la razón, han contaminado de tal manera el hacer político del régimen que sus salidas parecen bloqueadas a piedra y lodo. Hechos y cifras hablan de la inviabilidad del modelo y del naufragio de las medidas que a un costo muy elevado han logrado la hazaña de arruinar un país insumergible como lo era Venezuela. Las consecuencias de un saldo tan pernicioso, tan doloroso e inmerecido como el que estamos padeciendo, deberían animar procesos de cambio, diálogo y acercamiento. El caso es que sin que nadie, aquí o en el planeta, pueda entenderlo, en Venezuela el poder reacciona frente al fracaso repitiendo y agravando sus errores. Los golpes, los disparates fallidos no le enseñan nada.
Alguna vez he citado una frase del pragmatismo de Bill Clinton, inserta en sus valiosas memorias. “Mi Vida”, las tituló.
En política –dejó caer- cuando estás en un agujero, la primera regla es dejar de cavar.
Tomaba Clinton el caso de Vietnam. Mientras más insalvable la situación bélica, más insistían en escalarla, sin comprender que la potencia más grande no siempre podía imponerse por las armas razón por la cual no necesariamente es válido el apotegma de que retroceder sea la evidencia de la derrota.
Es lo que ocurre en una escala más doméstica con la sedicente revolución bolivariana. Su persistencia en el error, no importa la destrucción del país y el serio menoscabo del bloque de poder que lo descarrila, es una forma de locura. Sería una demencia irrisoria si su sino no fuera trágico. La cúpula, que en forma tan desafortunada intenta gobernar, obedece a esa lógica ilógica, a esa razón desquiciada. A Maduro se le viene encima un tsunami pero en lugar de rectificar, sigue cavando. Ante la inexorable acumulación de fracasos, su reacción es lamentablemente pueril. En lugar, cuando menos, de oír a quienes disienten de su conducción, los escarnece vilmente, sin dejar por fuera ni a los arriesgados que lo hacen en su propio partido.
El hombre conspira contra sí mismo. No puede ni sabe salir del pantano donde se hunde hasta la barbilla, mientras en nuestro país y el mundo –incluidos en ambos casos sus aliados más cercanos- se expande a velocidad de vértigo el aislamiento de su gobierno. Obviamente, se ha puesto sobre la mesa el cambio democrático, pacífico, sin venganzas estériles y en el marco de la Constitución.
¿Quién puede ser el responsable de las inhumanas y humillantes colas sino el gobierno de la escasez y la imparable inflación? ¿Cómo impedir, de cara al profundo deterioro social, que la gente proteste en la calle, su escenario posible y habitual?
Basta visitar cualquier abasto o supermercado para comprender que el presidente Maduro, el diputado Cabello y demás voceros oficiales cercenan el derecho a manifestar en forma pacífica al culpar a quienes lo ejercen de esconder proyectos golpistas y magnicidas. Pretextos descabellados para acallar protestas protegidas expresamente por la Constitución y por eso mismo no creíbles en parte alguna.
En semejante cuadro, emocional diría, aparece la Resolución dictada por el ministro de la defensa, general Padrino. Como todo lo relacionado con las actuaciones de este alto oficial, su texto normativo pretende ser equidistante.
Lo están descontextualizando, asegura Padrino. Es una obra hermosísima y profundamente humana, remata. Pero a nadie le queda duda acerca de la índole monstruosa de la resolución 008610, más que por su contenido explícito, por lo que puede desencadenar si no es congelado, derogado, rectificado o reformado sustancialmente.
Quizá Padrino crea en las virtudes de ese puñado de normas que tan directamente violan la Constitución y los acuerdos mundiales sobre derechos humanos, pero forzosamente sería un pastor de nubes si de verdad cree lo que dice, cosa que bien podemos dudar
El general invoca dos precedentes.
Primero, las protestas del 19 de febrero del año pasado que en su opinión “no fueron pacíficas” por su elevado saldo de muertos y heridos, juicio que le ha servido al gobierno para culpar a las víctimas y no a los victimarios.
Segundo, el precedente del Caracazo que condena a los militares (claro, a los de la cuarta) aunque matiza al afirmar que actuaron así por la “imprudencia” de los políticos del gobierno de CAP.
De esa manera el general reparte las responsabilidades. Una para las protestas civiles, otra para la respuesta militar. Pero sus salomónicas opiniones chocan contra la crudeza de la Resolución, Habla, sí, de “graduar” la respuesta represiva según la intensidad de las manifestaciones. Se usarán armas de fuego cuando del otro lado la violencia lo autorice.
Pero el ministro olvida que la Fuerza Armada no está para reprimir protestas civiles, mucho menos disparando armas de fuego. Es una práctica rechazada en el mundo, y por eso no podrá esperar que sea aceptada aquí o allá. Es difícil de entender que no se perciba la médula de la Resolución: ¿quién decide en medio del desarrollo ciego de los acontecimientos cuándo apretar el gatillo?
Pongamos la obra en escena:
Los soldados aplican peinillazos, los manifestantes no se amedrentan. Enardecidos, aquellos se confían a las lacrimógenas pero, entre necesidad y rabia, los bravos luchadores no cejan; muchos insultan. Nerviosos, varios soldados de armas empuñadas, recuerdan que tienen licencia para matar. De ahí a disparar hay un suspiro.
¿Exagero? No lo sé, pero usted, general, recordará el viejo aforismo: en la duda, favorecer al débil, al inspirado manifestante de la larga lucha por la vigencia de los Derechos Humanos.

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